Ir a la segunda parte El Concurso - La Forastera
Ir a la primera parte El Concurso - La reina
Durante los años que siguieron la rutina fue la misma, todos ocupados del concurso, aunque ya no con tanto entusiasmo ni ardor en su preparación; tampoco eran muchos los que gustaban de mirar bajo el estilo de la ganadora. A la reina poco le importaba este hecho debido a que tan formidable había sido el precio de aquella ofensiva que todavía no se recomponía del todo. Los miopes de la corte aún elogiaban e imitaban su mirar y eso bastaba; mientras que los hipermetropes se habían alejado o le eran indiferentes. La ahora sabida condición mestiza de la reina determinó que el miedo y la lealtad fuesen desplazados por la ansiedad y el descontento.
Para el rey, esta situación constituía un signo de que las cosas no andaban nada bien. Tanto miopes como hipermetropes hablaban de extrañas formas de gobierno que atentaban la estabilidad del suyo. Algo ameritaba hacerse e intentó vivificar las voluntades llamando al concurso de concursos. Un magno evento jamás visto en el que la ganadora sería la definitiva, ahora para siempre.
Ocurrió que entre los hipermetropes una joven se hacía notar. Se había mostrado dotada y sobre todo con un mirar particular que no pasaba desapercibido a quien le conociera. Su mirada tenía profundidad y estilo. Aunque no contaba con una hermosura sobresaliente era una muchacha guapa y creativa que gustaba inventar cosas y andaba por el mundo con ideas forasteras. Cierto día, se presentó decorando su rostro con un armatoste que le cubría los ojos y la mitad de la frente. Era un sistema de curvas y ganchos que sostenían dos cristales atados con pelo de trino trenzado a tres marcos curvos; uno frente a cada ojo.
Los que le miraban estaban estupefactos con esos dos tremendos cielos azules que los cristales proyectaban, acompañados de una sonrisa que nunca antes habían contemplado.
Decía haber inventado un adminículo que permitía “ver” el mundo. La claridad y la distancia fue algo que aprendió de su invento y fue suficiente para percatarse de que lo que la rodeaba no era lo que le habían dicho. Ahora, decía ella, podía “ver” de verdad, con una mirada que no tendría que tomar prestada . Mostró su invento tanto a miopes como hipermetropes y no muchos se animaron a colgarse tales esperpentos en el rostro. Pocos le creyeron, aunque comentaban sobre los raros artilugios y si lo que decía esa jovenzuela sería verdad. Aquellos que si lo hicieron quedaron aturdidos y pudibundos al despertar de la grotesca condición en la que habían vivido.
Percatándose de la perspectiva del invento, al que llamaron aparatejo refractario, y aunque la inventora no era bella, le alentaron a que participara en el evento de los eventos. Empero de su desventaja, confió en su “ver” y se presentó. La reina, fiada en su belleza sin par, en su mirada largamente ganadora y en que los aparatejos de su contendora eran solo un juguete, quedó perpleja cuando, en secreto, se montó unos sobre su nariz. Incontinenti, puso manos a la obra y mandó fabricar sus propios aparatejos, pero estos serían más delicados y en tonos naranja, azul y blanco.
Ahora la contienda trascendía todos los convencionalismos, se jugaba el todo por el todo, al menos para la reina. Al salir los aparatejos matizados al mercado formal, porque desde el primer día se distribuían en el informal, la gente se comportó literalmente desquiciada. Los adquirían con frenesí pero no se atrevían a usarlos. Los que más gustaban eran los naranjos y los blancos, en ese orden, versus los rústicos aparatejos refractarios, que casi no se vendían.
Llegada la hora decisiva, con solo dos competidoras, el voto final favoreció a la joven que con sus aparatejos prometía un “ver” insospechado para las confundidas gentes de la comarca. Esta vez, hubo tanto gozosos como desventurados.
Pero las cosas habrían de cambiar, o para ser más exactos, de continuar.
Por días se escuchó a la reina depuesta denunciar que el concurso, el mismo que ella había creado, era una comedia de mentiras y estafas, y que no importaba lo que dijeran seguía siendo la más bella de las bellas. Sin embargo, no estaba resignada solo al decir. Tenía su carta bajo la manga. Ofreció regalar aparatejos blancos y naranjos y muchos fueron los favorecidos. Así también, fue a las vicarías del monopolio e interpuso recursos arguyendo precisiones, formalidades y ciertas excepciones que surtieron el mismo efecto de un encanto que hubiese adormilado a toda la población por interminables años. En un dos por tres, era nuevamente la vencedora. De inmediato aquellos pocos procedieron a cambiar sus rudos aparatejos refractarios por esas finas, elegantes y más seguras lunas en tonos nubes, cielos y crepúsculos.
Así, la reina dominó la comarca hasta el fin de sus días. Solía pasear por la región con sus pequeños y atractivos aparatejos sobrepuestos en el rostro mirando a sus súbditos que con sus pequeños y atractivos aparatejos sobrepuestos en el rostro le saludaban con reverencia. Ahora todos admiraban su postura y hasta le atribuían poderes excepcionales ya que hacía tiempo se habían percatado que los aparatejos solo los usaba en público.
Por muchos años, antes de su hora final, cada noche, en la tranquilidad de su silencio, la reina no pudo eliminar ese constante y profundo martirio que le acompañaba como su sombra, producto, como sabía, de algo que solo ella conocía. Que sus finos y seductores aparatejos matizados eran únicamente vidrios de colores.